El cielo había pasado de naranja a gris en el mismo tiempo que tardamos en recorrer en moto las pocas calles que nos separaban de la estación. Allí, autobuses, despedidas, tú y yo. El tiempo había pasado tan rápido desde la primera vez que aquella parecía la primera vez que nos separábamos. Y no sabíamos muy bien si hacerlo con media sonrisa, abrazarnos fuerte o intentar aparentar que nada era para tanto. Pues bien: un minuto después todo era para tanto y para todo.
Qué pocas ganas tenía de irme. Y qué rápido estaba al otro lado del cristal. Rápido, como todo y como siempre. Rápido como las cosas que pasan y se te llevan el corazón mientras tú aún no has dejado de temblar los nervios del primer beso. Rápido arrancó el autobús y giré la última esquina que perdía de vista tu pelo. Y así terminó de empezar todo. Yo volvía y te pensaba. Tú volvías y me escribías. Yo volvía y te escribía. Tú volvías y me pensabas. Yo volvía y ya te quería. Tú…
En fin, qué más da. Los hechos fueron esos y esos volverán a ser. Volverán antes de que volvamos a no saber ni ser, ni sentir, ni pensar o imaginar, ni doler. Porque sí, la vida duele. Pero, ya puestos, mejor que duela de verdad.