Las ciudades ya no tienen vida. Hoy son un amasijo de hierro, piedras y cuerpos que vagan sin rumbo. Con la mirada perdida. Con la mirada vacía. Sólo son un montón de paradas de metro y de pasos de pies que se arrastran, destrozando los bajos de los pantalones contra el suelo. Alguien nos engañó a todos.
Alguien nos engañó para dejarnos arrollar por el torbellino de la rutina. Por la implacable prisa de la vida entre escombros que se mueven sobre raíles. Sobre los mismos raíles de todos los días. Algún hijo de puta creyó que la vida era demasiado larga y pensó que nuestra hora nos debería llegar antes. Algún grupo de cabrones hizo de nosotros cuerpos vacíos, muertos caminantes. Nos llenaron de frustraciones y miedos y nos drogaron para que riéramos de vez en cuando.
Las ciudades no tienen vida alguna. De hecho, la vida debería detenerse en el mismo segundo en el que mágicamente se alinea nuestra mente con el corazón y se reúne el valor necesario para mirar al cielo y suspirar que nos hemos encontrado. La vida debería transcurrir en ese puto segundo, en ese instante, para siempre. Porque no hay mayor sentido que ése.
Estamos a tiempo de vaciar las ciudades y llenar nuestras almas. Huyamos joder, huyamos.
Nos hemos condenado nosotros mismos. Nos creamos rutinas porque son necesarias para mantener nuestro estilo de vida. Nuestra decadente sociedad. Mitad robots, mitad personas. En nosotros está encontrar el equilibrio. En nosotros está escapar todos esos segundos de efímera consciencia…
Cobardes, cómodos o inconscientes, pero a veces lúcidos somos. Nos falta el valor de generar el equilibrio y dar la espalda a las tantas cosas que nos distraen y nos hacen miserables. Dejarse llevar, sí. Pero sólo cuando mande el corazón.