Otra vez, malditos caprichos del destino. No me lo puedo creer. Estoy empezando a pensar que las casualidades sí existen. O, mejor, que no existen en lo que se refiere a nosotros. Todo tiene un porqué y el tiempo me dará la razón.
Lo peor es que en el fondo lo sabía. No suelo comprarme camisas para viajar en tren. Y, las que tengo, las suelo llevar en la maleta. Pero mi estómago llevaba tres días advirtiéndome de que te volvería a ver. Y que sería, precisamente, donde te vi. Atocha, andén de la planta baja, vía 1, a las 20:25. Diez vagones nos esperaban.
Caminamos juntos por el andén, con el estómago dividido entre el hambre y la sorpresa y las maletas a cuestas. Cuántos kilómetros habrán recorrido esas maletas juntas. Cuánto tiempo sin ver tu pañuelo atado en mi mochila. Qué raro era todo y qué raro era que fuera tan cómodo, siendo raro. Yo subí primero al tren, tú tardaste un poco más. Íbamos en coches diferentes, pero entrábamos por la misma puerta. De todos modos, ¿qué digo yo? Acabamos haciendo lo que nos dio la gana con tal de viajar juntos.
Sacaste tu portátil, que me miró con añoranza, y me pusiste tu voz en los auriculares mientras las sombras de Madrid se alejaban por la ventana. Maldita luz del tren. Escuchar tu voz, tenerte al lado y poder olerte de vez en cuando se merecía la más íntima oscuridad. Hice lo que pude, como perderme en tu mirada delatándome conforme pasaban los minutos. Tu sonrisa hizo lo mismo. Y mantuvimos el status quo hasta que llegamos a la estación de Albacete. Esa estación que me describiste como mágica y que yo había tenido el poder de ignorar durante todos los otros viajes. Nos levantamos y fuimos a cenar.
Creo que cenamos dos bocadillos, patatas fritas y algo de beber. Pero no estoy seguro de que eso nos quitase el hambre. La conversación nos alimentó mucho más. Entre sonrisas y claros recuerdos de otros viajes, dejamos los platos en la barra y nos escondimos en los primeros asientos libres que encontramos. Bésame. No, ven tú.
Maldita luz del tren. Seguía tan viva como nuestras ganas de desaparecer. Deja de mirarme los labios, por favor. No puedo más. Dame un beso.
Y nos perdimos.
Ya no importaba la luz, el tiempo, lo que fuéramos ni lo que pudiéramos ser. Sólo importaba el tiempo que quedaba hasta llegar a Alicante. Poco menos de una hora, entonces. Bésame, otra vez. Espera, abrázame ahora. Silencio. Qué bien hueles. Dame un beso. Y otro. Más…
Y así, regalándonos todos los momentos en los que habíamos querido besarnos, el tren empezó a pararse. Una vez más, como nos solía ocurrir, habíamos convertido esa hora en un par de minutos. Qué rabia. Y con el último beso clandestino saltamos del tren y volvimos a caminar juntos, pero nos alejamos de nuevo con cada paso. Nos miramos, nos sonreímos y nos dijimos «ciao», con la saliva que aún nos quedaba del otro. Y volvimos a la misma ciudad, al mismo tiempo, en el mismo tren, y bajo la misma luna que nos vio nacer y nos guardó el secreto. Pero esta vez no se escuchó ningún «te quiero».
Si el tren no se hubiera parado nunca…