Quiero que me muerdas

Ven. Ven aquí ahora mismo. Plántate delante de mí y cógeme del cuello. Bésame y llévame a la cama. Empújame. Déjame caer de espaldas y móntate encima de mí. Muérdeme la boca. Quítame la camiseta y deja que yo levante la tuya con las manos por dentro, desde la cintura. Deja que te quite el sujetador primero. Deja que disfrute de tu pecho libre en tu camiseta suelta. No dejes de besarme. Las zapatillas ya me las quito yo.

Métete en la cama, tápate y deja que te persiga. Deja que te abrace por todas partes y me coma tu cuello por la espalda. Y que mis manos se deslicen hasta tus caderas. Déjame darte la vuelta para morderte los labios. Abre las piernas y acomódame entre ellas. Deja que mi aliento te caliente el cuello, aún más. Y déjame apretarte las nalgas con una de mis manos. Con la otra, déjame acariciarte las costillas y luego el pecho. Deja que te bese en todas partes. Respira fuerte. Más. Déjame entrar.

Y luego dame la vuelta. Mírame desde arriba mientras te empujo hacia mí desde tus hombros. Déjame acariciarte de nuevo el cuello y bajar con las manos hasta tus caderas. Déjame apretarte más fuerte. Respira y no me dejes respirar. Bésame otra vez. Muévete como quieras. Tu cintura es mía ahora. Luego lo serán tus piernas. Y luego otra vez tus nalgas. Mira hacia arriba y déjame ver tu cuello. Acércame el pecho a la boca. Suspira. Estremécete. Apriétame fuerte y ahora agacha la cabeza. Quiero que me muerdas.

Ven.

Pudimos desnudarnos

Hacía mucho frío y yo acababa de llegar. Tú también, desde la otra punta. Arrastrabas una maleta y los nervios de la primera vez. Yo tiritaba, pero había cubierto mi boca con una bufanda. Giré la esquina y te vi. Caminabas deprisa. Tanto, que ni siquiera te atreviste a sonreírme hasta que levanté la mano. Nos paramos en seco, en mitad de aquella plaza llena de gente y luces. Llena de frío.

Aquellos fueron los dos besos más raros que recuerdo. Tenías la punta de la nariz congelada y yo no sabía dónde apoyar mis manos. ¿Qué tal? Muy bien. Todo muy bien. Todo menos nosotros, que mentíamos para mantener a salvo el orgullo.

Pude haberme ofrecido para llevarte la maleta, pero no lo hice. Te acompañé a aquella tienda de barrio, a dos calles de mi casa, para que comprases algo de cenar. Pude haberte ofrecido algo de lo que tenía en casa, pero no lo hice. Compraste cualquier cosa y bebida, mucha bebida. Pude haberte ofrecido subir a mi casa, bebernos todo lo que tenías en la bolsa y desnudarnos, pero no lo hice. Decidimos despedirnos de la forma más amarga posible. Nos dimos un beso entre los labios y la mejilla. Dimos media vuelta y seguimos nuestro camino. A los cinco minutos te estaba escribiendo. Y tú a mí.

Pasadas varias horas, una cena y una ducha, estábamos en mi casa bebiéndonos todo lo que llevabas en aquella bolsa, dando vueltas a los acordes más nostálgicos y desnudándonos. Nos mirábamos como si hubieran pasado meses sin hablarnos. Nos besábamos como si hubieran pasado años. Nos subimos uno encima del otro y nos apretamos tanto que ni siquiera cabía el sudor entre nosotros. Quise dejar las huellas de mis dedos en tus caderas. Tú me clavaste los dientes y te llevaste mis labios. Eché la cabeza hacia atrás y tú me imitaste. Te apreté más fuerte. Con las dos manos y con todo mi cuerpo. Dejaste escapar un suspiro. Uno fuerte.

No llegó a salir el sol cuando tú lo hacías de mi casa. Arrastrabas una maleta y los nervios de no volvernos a ver. Yo me quedé tu perfume y la resaca más larga de mi vida.

Quizá no te quería tanto

Joder, ¡no todo iba a ser un maldito cuento de hadas! Está claro que algún día la magia iba a desaparecer. Esto tenía que explotar por algún lado. Vamos, hombre, ¡no cabe tanto semen en un condón!

Nos llevábamos bien. Habíamos llegado incluso a querernos más allá de lo previsto y lo esperado, y en la cama nos entendíamos, sudábamos y nos veíamos las caras de estar en otro mundo. Pero, por encima de todo eso, habíamos logrado crear una conexión sobrenatural entre nosotros. A veces te daba miedo escucharme hablar y sentir que te conocía mejor que tú.

Era demasiado intenso todo. Del mismo modo en que sólo con tocarte podría haberme corrido más de una vez, cuando se trataba de discutir, queríamos matarnos. Rompíamos todo lanzando palabras que dolían más que cualquier cenicero de cristal en la cabeza, que cualquier patada en la boca del estómago, que cualquier bala atravesando un corazón. Era horrible. Pero luego volvíamos a la cama y lo olvidábamos todo. Llenábamos la habitación de vaho y escribíamos en los cristales mensajes que leeríamos cuando se nos secase el sudor. Los te quieros se quedaban cortos y el te amo era demasiado abstracto y poco práctico.

Era demasiado intenso todo. Era insostenible.

Después de escribirnos más historias en la piel de las que jamás podremos recordar, llegamos al punto final de la nuestra. Un punto desgastado que no supimos ubicar y que dejamos de forma cobarde a merced de las circunstancias. Le dejamos al destino que ninguno conocía la máquina de escribir de todas aquellas noches. Cobardes, ambos. Aunque tú un poquito más.

Pero incluso el destino, que presumía de eterna paciencia, se cansó de vernos jugar siempre a lo mismo y arrancó todas las hojas de papel en blanco que quedaban por delante. Me las dio y me dijo «haz lo que quieras con esto». Yo las miré. Te miré. Y las volví a mirar. Te miré de nuevo. Llorabas. Y las tiré.

Las tiré porque me daba igual. Las tiré porque estaba harto de toda esa mierda de juegos y porque me había cansado de escribir. Y de sentir. Me había cansado de sentir hasta tal punto que lo había olvidado. Había olvidado que me había cansado. Lo había olvidado todo. Y parece que después de todo, quizá no te quería tanto.

No lo hagas, ahora no

Recuerdo el día en que por fin lo tenías claro. Y también recuerdo que llegaste tarde.

Me bajé del tren con esa mochila que me acompañaba a casi todas partes y cuyo lazo de viajero estaba descolorido pero se mantenía fuerte. No como mi estómago, que estaba hecho trizas por la cantidad de veces que tuvo que digerir mis pensamientos por el camino. Te recordaba indigesta, pero no tanto. Y no siempre.

Seguí las indicaciones hacia el metro con los auriculares metidos a presión en mis oídos, de tal modo que ya se me hacía imposible escucharme. No me soportaba más. Se había hecho algo tarde pero aún me esperabas para comer. Imaginaba esa comida tan incómoda que recé por perderme entre las cuadradas líneas del metro de la ciudad. Desafortunadamente, me sabía el camino de memoria y mis pies parecían los de otro que tuviera incluso ganas de abrazarte. Nunca me puse de acuerdo en nada.

Y allí estabas, de pie, en forma de silueta gris de ciudad, a contraluz, esperándome. Maldita sea, ¿por qué tenías que sonreír? No me abraces, no lo hagas, ahora no. No sé qué me pasa; es sólo que… no sé. Vamos a comer algo, donde sea.

No me gusta cómo eres. Ni siquiera me conoces ya. O a lo mejor sólo estoy cabreado y me apetece joderte más con cada comentario. Yo qué sé. Pero lo cierto es que las palabras me salen solas y ni un solo gesto de cariño. De cariño melancólico tal vez, pero de hoy nada. Tal como imaginé: la comida estaba resultando horrible. Tus ojos estaban a punto de desplomarse sobre tus labios si hubiera seguido hablando. Y lo cierto es que cada palabra me hacía casi el mismo daño a mí que a ti. Era una conversación de locos,  un reencuentro a destiempo. Un recuerdo del amor desmedido mal medido y fuera de lugar. Y le sobraba corazón por todas partes.

Estaba escrito en algún lugar que esa noche dormiría contigo. Pero deshice todas las promesas con mi ausencia. Maté toda posibilidad de volver a quererte con frases de cuando no me querías. O de cuando me querías solo a ratos. Frases de cuando no mirabas. Frases de cuando te acostabas con otro.

 

Maté toda posibilidad de volver a quererte del mismo modo en que tú mataste todo lo demás: vacío, gris, como si jamás te hubiera conocido. Como si supiera que jamás llegaría tarde porque esto sería para siempre.

Pícnic

Dicen que hay una pequeña isla, en un río, dentro de una gran ciudad. Dicen también que la isla levanta una catedral sobre el agua, miles de fotografías sin dueño y los sueños de quienes pasean por allí. Dicen que hay un punto mágico, reducido, al borde del río. Dicen que es casi una esquina de punta redonda, con peldaños de piedra que se sumergen en el agua siempre tranquila. Dicen que es el lugar perfecto para comerse las sonrisas en un pícnic, para esquivar los rayos del sol del atardecer entornando los ojos o para fotografiar los puentes que reposan a lo largo del río sobre el cielo anaranjado intenso. Dicen que allí los recuerdos nunca mueren, que el olvido no existe y que los besos son eternos. Dicen que allí siempre estás tú. Y dicen que…

Dijiste

Aunque te esforzases en que pareciera lo contrario, me tenías ganas. Tus labios no iban a soportar un apretón más entre tus dientes y yo tampoco iba a ser capaz de quedarme parado. Nos la estábamos jugando entre un montón de gente y las cervezas que contaban las horas de aquella tarde. Se nos hizo tan larga que llegamos al punto de no retorno, el momento de no recuerdo, aquél en el que nos quedamos solos. Solos, entre un montón de gente. Y se nos hizo tarde. Tanto, que la tarde dejó de ser tarde y la parada del metro se presentó cerca, pero no en el tiempo.

Nos detuvimos en las escaleras. Hablamos de todo y de nada. Sobre todo de nada que pudiera recordar. De nada que fuera interesante. Cualquier excusa era buena para no irse a casa. Los minutos empezaron a darnos vueltas y las cervezas nos dieron la licencia para tropezar el uno con el otro y reír. Hasta que te mordiste de nuevo los labios y tiraste de mi bufanda para tenerme cerca. Supongo que me tocaba a mí. No dejabas de mirarme. Yo no dejaba de sonreír. Miento, lo hice en cuanto no pudiste más. En cuanto te dejaste de morder los labios para arrancarme los míos. A la mierda la gente.

Dos pasillos en el metro, tropezando, riendo, y un cruce. Volviste a tirar de mi bufanda.

–Vamos a mi casa–. Dijiste.

Gente de verdad

La misma barra, las mismas personas. Distintas vidas.

—Echaba de menos esto.

—¿El qué?

—Estar con gente de verdad.

Estábamos tan cerca del mar que podíamos besarnos el cuello antes de brindar de nuevo con tequila. Pero aquello estaba lleno de gente, nos conocían y mi barba te ponía la piel de gallina. No era buena idea, igual que tampoco lo era seguir pidiendo tequila a cuenta perdida. ¿Te dije alguna vez que esta bebida me mataba? Aunque a lo mejor esa noche era diferente. Los años y las copas me habían hecho más fuerte, y también más sincero, que es otra forma de morir.

Tuviste tus dudas, al principio, cuando creías que yo había cambiado. Unos tragos más tarde y unas cuantas palabras después me dieron la razón. Yo seguía siendo el mismo. Y tú seguías abriendo los ojos y dejando entrar a todo aquél que viera más allá de su nariz. A la gente de verdad, supongo. Y seguías queriendo saber qué pensaba de ti. Vale, reconozco que había cambiado un poco. Pero sólo un poco. Necesitaba bastantes copas de más para poder decirte la verdad. Y cuando digo bastantes, quiero decir que no llegué a alcanzarlas. Pero, maldita sea, tenías algo que me hizo cantar aun sin saber el porqué.

Y canté, vaya que si lo hice. Tanto que se nos hizo de día y tuvimos que volver al lugar donde había aparcado sin saber si encontraríamos el coche.

—¿Tienes algo que hacer?

—No tengo prisa.

Qué curioso, pensé. Para la gente de verdad siempre hay prisa. Quizá los meses no nos hayan cambiado tanto. Quizá siempre tuviste prisa y yo me lo creí todo.

Qué mas da. Ya no nos quedaba tequila. ¿Te importa si te beso el cuello?

Ni siquiera las estrellas

Cómo nos gustaba compartir la inocencia que sabíamos que no teníamos. Podíamos pasar horas disfrazadas de minutos cada noche mirando el mar mientras nos descubríamos. Tú decías esto, yo contestaba lo otro. Y casi siempre estábamos de acuerdo para reírnos. Luego yo señalaba el reflejo de las luces en el agua, que se alargaban naranjas y buscaban el horizonte, y te miraba a los ojos. Recorría entonces tus labios del mismo modo que aquellas luces el mar. Tú callabas y me adivinabas todo. Menos mal que estábamos fuera del mundo y teníamos el coche cerca. No conozco refugio mejor para aquellas noches de septiembre. Ni siquiera las estrellas.

Siempre fuiste especial. No sabes hasta qué punto. O sí, cosa que explicaría todo. Pero esas noches eran más nuestras que del tiempo y mi coche se acuerda de todo. Fugaz, tal vez. Eso pensaba yo. Pero me equivoqué, a medias. Siempre fuiste especial, demasiado. Pero ser especial ya no es suficiente.

Y sigues callada.

Y me lo adivinas todo.

Si te conocieran a solas

No es que fueras pretenciosa, eras simplemente insoportable.

Seguramente por eso prefería besarte. Mantener una conversación contigo era tan horrible como el número de personas que nos rodeasen. Mientras tuviéramos el salón lleno de gente y siguiéramos bebiendo de la manera que lo hacíamos, tú serías la reina. Y mientras siguiera fingiendo que pasaba de ti, que me dabas igual y que no iba a acabar contigo esa noche, todo iría genial. Pero a mí mentir se me da fatal. Y a tus ojos también, aunque arquees tus cejas creyendo tenerlo todo bajo control.

Y, de hecho, lo tenías. Pero a mí no me ibas a engañar. Precisamente por eso te odiaba. Te odiaba tanto que quería echar a todo el mundo y encerrarte en mi habitación. Eran las dos de la mañana, la música no dejaba de sonar y el reloj se había congelado. La gente empezaba a levantar la voz, las risas estúpidas se contagiaban y los bailes derramaban las copas de alrededor. Y tú me mirabas de reojo. Y yo me reía por fuera, pero sólo por fuera.

—¡Fuera! Eso es, ¡todo el mundo fuera!

Todos menos tú. Que fuiste a buscar tu chaqueta mientras todos se marchaban y yo te acompañé. Y no volvieron a saber de nosotros.

Quién sabe

Me duele la cabeza. Me duele no entender. O sí y no querer.

Podría decir que todo fue muy extraño, podría decir que no me lo esperaba. Podría decir que tampoco lo quería, podría mentir hasta mañana. Pero lo cierto es que lo echaba de menos. Que los meses pasaron para los dos desde que me fui. Y que, durante ese tiempo, tú buscaste y yo no encontré. Da igual. Podría decir que te veía a menudo, en fines de semana salteados, y tú nunca dejabas de sonreír. Podría jurar que, a pesar de todo, te alegrabas de verme. Y yo también. Porque si sabía que andabas cerca, no podía evitar buscarte. Porque cada vez que te ibas, me preguntaba hasta cuándo. Aunque al día siguiente lo hubiera olvidado.

Pero aquella vez fue distinta. No sabía que estabas allí, tampoco te esperaba. Pero me enteré y te fui a buscar. Y tú volviste a sonreír e intentar hacerme sentir mal con esos pequeños dardos de pasado que te gusta lanzar. Esa vez no los esquivé. Estaba tranquilo, hasta que me besaste. Tampoco lo esquivé, la segunda vez.

¿Y ahora qué?

Al día siguiente no lo había olvidado. Ni tú. Ni esta maldita ciudad, que decidió acompañarnos en el todo y nada con gotas de lluvia caliente en los cristales de nuestras gafas de sol. Ésas que llevábamos para no mirarnos. Ésas que nos quitamos cuando dejó de llover.