Te tengo que dejar

Y así es como pasan las noches desnudas para ti, mientras yo me dejo la sangre intentando romper el muro a cabezazos. Ese muro que un día levantaron mis errores o mi gran despropósito. Mientras arden las finas cuerdas que me sostienen a la luz de una vela podrida pero que aún huele a las cosas buenas que nos vio. Mientras me arde la garganta de gritar el silencio que me rodea y deja que pase el whisky sin hacer ruido, como cuando te vas de puntillas. Mientras tú te quitas la ropa en otra ciudad, en otra cama y te aferras al calor de otro cuerpo.

Y mientras tanto, yo juego a vestir el futuro con los restos del pasado. Con todo. Con las cosas que debieron y las que no debieron pasar. Con todas las veces que me cortaste la respiración en la cama metiéndome la lengua hasta el fondo. Y las veces que te pedí que no te fueras tan pronto. Con los besos, las miradas, con las risas apagadas. Con tu forma de dormir y acercarme tus nalgas. Con mi forma de despertar, encima de ti, duro como nunca y con las ganas de siempre de atravesar todos nuestros pecados una vez más mientras me tienes entre tus piernas.

—Te tengo que dejar.
—Ahora que viene la mejor parte…

El día en que volvamos

Imagino, supongo, quiero creer, sé.

Sé que el día en que volvamos volveremos. Volveremos a ser fuertes, más fuertes de lo que nunca fuimos. Volveremos a ser algo, mucho más de lo que nunca fuimos. Y es que lo que fuimos no es siquiera un leve reflejo de las imágenes con las que nos follamos la mente en silencio. A diario. Sin parar.

El día en que volvamos nos follaremos algo más que la mente. Nos follaremos el alma. Nos lo haremos tan fuerte que cada embestida escupirá un suspiro contenido en el estómago. Que los dedos resbalarán antes de clavarse en tu culo. Que sudarán las paredes y no acabaremos hasta que se nos agote la saliva. La tuya, la mía y la de todo nuestro cuerpo. Nos acariciaremos el alma con la punta de la lengua hasta curarnos las heridas. Y volveremos a empezar de nuevo.

El día en que volvamos será el primero.

El día en que volvamos, volveremos.

Todo es todo

Llueve. Llueve en Madrid y llueve mucho. Llueve lo suficiente como para que volver a casa caminando en mitad de la noche parezca una buena idea. Llueve lo suficiente como para que el camino se limpie de mierda y se llene de preguntas. De preguntas con respuesta. Preguntas cuya respuesta puede que no sea tan clara como creemos adivinar. Preguntas que viajan en el tiempo y en la distancia. Preguntas que te haría y que me hago, en el camino de vuelta a casa, en mitad de la noche, mientras llueve. Preguntas que me hago a diario, incluso cuando no llueve, incluso cuando no lo sabes. Preguntas que… 

Preguntas cuyas respuestas son capaces de todo.

Pero esta noche llueve en Madrid. Y llueve mucho. Llueve y se me empapa la chaqueta vistiéndome de lágrimas el pecho, como si tuvieran prisa por salir. Como si no tuviera todo el tiempo del mundo para desahogarme. Como si quisiera no ser yo. Como si pudiera evitar lo que pasó. Como si te quisiera tanto que pudiera besar todos los labios del mundo buscando los tuyos. Como si los tuyos no fueran tuyos. Como si fueran a aparecer. Como si pudieras estar en alguna otra parte. Como si estuvieras aquí. Ojalá estuvieras aquí.

Ojalá estuvieras aquí mientras llueve. Ojalá pudiera llorarte a la cara las mil explicaciones. Ojalá pudieras pegarme todos los minutos del tiempo perdido y la frustración. Ojalá pudiera hacerte entender que no perdimos el tiempo. Ojalá fueras yo y yo tú.

Ojalá estuvieras aquí mientras llueve.

Ojalá pudiera decirte mientras llueve que, pase lo que pase, soy y siempre seré tuyo. Tan tuyo como la lluvia que me cala hasta los huesos. Tan tuyo como siempre. Más tuyo que siempre. Más tuyo que nunca. Tuyo para todo y para siempre. Para aquí y ahora. Para allí y donde sea. Para cuando quieras. Para como quieras. Te debo todo lo que estés dispuesta a pedirme. Hoy, ahora y siempre.

Y si te preguntas si lo dejaría todo por ti. La respuesta es sí. Y todo es todo.

¿Seremos?

Hay muchas cosas que nunca te he dicho.
Hay muchas cosas que nunca te he mirado.
Hay muchas miradas que nunca te he hecho.
Y hay muchos hechos que nunca han pasado.

Y no, no ha sido por falta de ganas. No ha sido porque no existieran. Nunca estuve muerto por dentro, sino todo lo contrario. He sido una maldita bomba de sentimientos encerrados sin detonador. Quise explotar pero nunca pude. Hoy me queda la más grande frustración junto a la inmensa montaña de quizás y recuerdos de un futuro inventado que aún imagino pero que no sé si llegará. La tortura de la incertidumbre. La certeza de lo inevitable. ¿Certeza he dicho?

Me hubiera gustado enredarme entre tus piernas todas y cada una de las noches en las que moríamos de frío separados. Y también en las que moríamos de calor portando el corazón helado. Me hubiera gustado poder sonreír la complicidad de los desastres. Me hubiera encantado deshacer la cama sin remordimientos y vivir más dentro de ti que fuera. Me hubiera gustado acariciarte por detrás de la oreja y besarte la nariz. Apretarte fuerte el culo en la cocina y morderte los labios. Porque sí. Me hubiera encantado que las canas fueran de planes y no por falta de ganas.

Pero sin duda alguna, lo que más me hubiera gustado de todo es ser. Ser libre para volar. Volar libre para ser tuyo.

Y no al revés.

¿Seremos,
algún día?

Quiero que me muerdas

Ven. Ven aquí ahora mismo. Plántate delante de mí y cógeme del cuello. Bésame y llévame a la cama. Empújame. Déjame caer de espaldas y móntate encima de mí. Muérdeme la boca. Quítame la camiseta y deja que yo levante la tuya con las manos por dentro, desde la cintura. Deja que te quite el sujetador primero. Deja que disfrute de tu pecho libre en tu camiseta suelta. No dejes de besarme. Las zapatillas ya me las quito yo.

Métete en la cama, tápate y deja que te persiga. Deja que te abrace por todas partes y me coma tu cuello por la espalda. Y que mis manos se deslicen hasta tus caderas. Déjame darte la vuelta para morderte los labios. Abre las piernas y acomódame entre ellas. Deja que mi aliento te caliente el cuello, aún más. Y déjame apretarte las nalgas con una de mis manos. Con la otra, déjame acariciarte las costillas y luego el pecho. Deja que te bese en todas partes. Respira fuerte. Más. Déjame entrar.

Y luego dame la vuelta. Mírame desde arriba mientras te empujo hacia mí desde tus hombros. Déjame acariciarte de nuevo el cuello y bajar con las manos hasta tus caderas. Déjame apretarte más fuerte. Respira y no me dejes respirar. Bésame otra vez. Muévete como quieras. Tu cintura es mía ahora. Luego lo serán tus piernas. Y luego otra vez tus nalgas. Mira hacia arriba y déjame ver tu cuello. Acércame el pecho a la boca. Suspira. Estremécete. Apriétame fuerte y ahora agacha la cabeza. Quiero que me muerdas.

Ven.

M

Qué lejos quedan las piedras frías de las calles, húmedas, resbaladizas, atentas, solitarias y vigilantes. Lejos de las persianas de los bares que nos encontraban. Lejos de las carreras a oscuras doblando esquinas y perdiendo la bufanda. Y sí, lejos también de las miradas que ocultaban más verdad de la que decían y de lo mágico de creer que los paréntesis podrían ser vida.

Ya no quedan manos en la cintura ni ganas de intentarlo. Ya no queda más que el eco de un hueco suspiro. La duda. El sueño.

Quizá no te quería tanto

Joder, ¡no todo iba a ser un maldito cuento de hadas! Está claro que algún día la magia iba a desaparecer. Esto tenía que explotar por algún lado. Vamos, hombre, ¡no cabe tanto semen en un condón!

Nos llevábamos bien. Habíamos llegado incluso a querernos más allá de lo previsto y lo esperado, y en la cama nos entendíamos, sudábamos y nos veíamos las caras de estar en otro mundo. Pero, por encima de todo eso, habíamos logrado crear una conexión sobrenatural entre nosotros. A veces te daba miedo escucharme hablar y sentir que te conocía mejor que tú.

Era demasiado intenso todo. Del mismo modo en que sólo con tocarte podría haberme corrido más de una vez, cuando se trataba de discutir, queríamos matarnos. Rompíamos todo lanzando palabras que dolían más que cualquier cenicero de cristal en la cabeza, que cualquier patada en la boca del estómago, que cualquier bala atravesando un corazón. Era horrible. Pero luego volvíamos a la cama y lo olvidábamos todo. Llenábamos la habitación de vaho y escribíamos en los cristales mensajes que leeríamos cuando se nos secase el sudor. Los te quieros se quedaban cortos y el te amo era demasiado abstracto y poco práctico.

Era demasiado intenso todo. Era insostenible.

Después de escribirnos más historias en la piel de las que jamás podremos recordar, llegamos al punto final de la nuestra. Un punto desgastado que no supimos ubicar y que dejamos de forma cobarde a merced de las circunstancias. Le dejamos al destino que ninguno conocía la máquina de escribir de todas aquellas noches. Cobardes, ambos. Aunque tú un poquito más.

Pero incluso el destino, que presumía de eterna paciencia, se cansó de vernos jugar siempre a lo mismo y arrancó todas las hojas de papel en blanco que quedaban por delante. Me las dio y me dijo «haz lo que quieras con esto». Yo las miré. Te miré. Y las volví a mirar. Te miré de nuevo. Llorabas. Y las tiré.

Las tiré porque me daba igual. Las tiré porque estaba harto de toda esa mierda de juegos y porque me había cansado de escribir. Y de sentir. Me había cansado de sentir hasta tal punto que lo había olvidado. Había olvidado que me había cansado. Lo había olvidado todo. Y parece que después de todo, quizá no te quería tanto.

No lo hagas, ahora no

Recuerdo el día en que por fin lo tenías claro. Y también recuerdo que llegaste tarde.

Me bajé del tren con esa mochila que me acompañaba a casi todas partes y cuyo lazo de viajero estaba descolorido pero se mantenía fuerte. No como mi estómago, que estaba hecho trizas por la cantidad de veces que tuvo que digerir mis pensamientos por el camino. Te recordaba indigesta, pero no tanto. Y no siempre.

Seguí las indicaciones hacia el metro con los auriculares metidos a presión en mis oídos, de tal modo que ya se me hacía imposible escucharme. No me soportaba más. Se había hecho algo tarde pero aún me esperabas para comer. Imaginaba esa comida tan incómoda que recé por perderme entre las cuadradas líneas del metro de la ciudad. Desafortunadamente, me sabía el camino de memoria y mis pies parecían los de otro que tuviera incluso ganas de abrazarte. Nunca me puse de acuerdo en nada.

Y allí estabas, de pie, en forma de silueta gris de ciudad, a contraluz, esperándome. Maldita sea, ¿por qué tenías que sonreír? No me abraces, no lo hagas, ahora no. No sé qué me pasa; es sólo que… no sé. Vamos a comer algo, donde sea.

No me gusta cómo eres. Ni siquiera me conoces ya. O a lo mejor sólo estoy cabreado y me apetece joderte más con cada comentario. Yo qué sé. Pero lo cierto es que las palabras me salen solas y ni un solo gesto de cariño. De cariño melancólico tal vez, pero de hoy nada. Tal como imaginé: la comida estaba resultando horrible. Tus ojos estaban a punto de desplomarse sobre tus labios si hubiera seguido hablando. Y lo cierto es que cada palabra me hacía casi el mismo daño a mí que a ti. Era una conversación de locos,  un reencuentro a destiempo. Un recuerdo del amor desmedido mal medido y fuera de lugar. Y le sobraba corazón por todas partes.

Estaba escrito en algún lugar que esa noche dormiría contigo. Pero deshice todas las promesas con mi ausencia. Maté toda posibilidad de volver a quererte con frases de cuando no me querías. O de cuando me querías solo a ratos. Frases de cuando no mirabas. Frases de cuando te acostabas con otro.

 

Maté toda posibilidad de volver a quererte del mismo modo en que tú mataste todo lo demás: vacío, gris, como si jamás te hubiera conocido. Como si supiera que jamás llegaría tarde porque esto sería para siempre.

«No sé»

Y tanto que es raro. Pero vamos, no me jodas, ya sabías cómo iba a acabar todo esto.

Es raro porque hace una semana estaba durmiendo en tu espalda y besándote en cada descuido. Raro, porque dos semanas antes nos preguntábamos qué había sido del tiempo entre nuestros besos y por qué se acabó. Es raro porque viniste sin querer, nos desnudamos sin dejar de mirar y hoy apenas hablamos. Y precisamente lo raro es que siga siendo raro. Si al final es lo de siempre.

Lo de siempre o lo de nunca más.

Lo de siempre porque matas todo con un «no sé». Lo de nunca más porque apenas hablamos.

Presente condicional

Qué fácil es creer que el tiempo lo pone todo en su lugar, tanto lo bueno como lo malo. Qué fácil es desentenderse y dejar que el destino haga y deshaga. Qué fácil es creer que si pasó fue por algo. Y que si tiene que pasar, pasará. Qué fácil es pasar de todo. Mirar hacia otro lado, ésa es tu especialidad.

Y qué fácil es creer que no pasa nada, que siempre estaré ahí. Qué fácil es pensar que como yo no hay nadie y que, simplemente por eso, estaré ahí. Porque estoy hecho para estar ahí. Para recibirte, para quererte de verdad, para hacerte sentir bien cuando todo lo demás duela, cuando los demás sean de mentira. Qué fácil es hacer daño.

Y qué fácil es dejarse engañar.

Y qué difícil es quererte, con lo fácil que llegó a ser.

Qué fácil será que todo desaparezca, que ya no esté cuando tú quieras. Tan fácil como lo que me dueles sin necesidad.

Y qué fácil será arrepentirse de todo cuando sea tarde. Qué fácil y qué asqueroso. Tú verás. Yo estoy a un beso de irme para siempre. A un beso, a una duda, a un abrazo por detrás. A una noche más en tu cama. Qué fácil fue hacerte el amor en ella. Y qué difícil lo fue para otros.

Qué fácil es recordar, y qué difícil será.