Un día volveré a aquella calle. Ni siquiera recuerdo el número, pero sabré llegar. Cogeré un avión, luego un tren, y llegaré a la estación. De allí a tu puerta todo será cuesta abajo. Llegaré, la encontraré y me pararé frente a ella. Pero antes de subir pasaré por el italiano de la esquina. Me sentaré unos minutos y pediré una botella de vino, para llevar. Y volveré. El timbre estará roto, no vivirá nadie, pero yo treparé.
Abriré tu ventana y me quedaré allí, de pie, junto a ella, mirando hacia tu puerta. Ésa por la que tantas otras veces había entrado con mi maleta. Ésa en la que tantas otras veces me había despegado de tus abrazos para salir con mi maleta. Ésa, la misma, por la que entraste tú una noche de septiembre y me encontraste de pie, esperándote. Ésa.
Y pasarán los minutos. Y yo seguiré de pie, esperándote, en vano. Y cuando mis recuerdos te hayan visto entrar y salir más de cien veces, cogeré un cojín y me sentaré en el suelo, porque allí no quedará nada. Me sentaré y todos los rincones de aquella habitación me sabrán a vino. Las esquinas, la chimenea sellada, el armario improvisado detrás de la ventana y las cortinas blancas. Todo me sabrá igual. Y sobre los desconchados de la pared te proyectaré con tus más de mil sonrisas. Las que te vi y las que te escuché cuando no estaba. Y cuando de las proyecciones empiecen a brotar lágrimas y se tornen borrosas, buscaré el rincón en el que estaba tu cama y me arrastraré hasta allí. Dejaré la botella vacía de pie y me tumbaré boca arriba.
Será difícil mantener los ojos abiertos y no dibujarte en el techo. Será difícil mantener los ojos abiertos. Pasaré mi mano izquierda por detrás de mi cuello y apoyaré la cabeza en el brazo, cerca de la estrella. E imaginando que me aún me acaricias el pelo y las canas desaparecen, me dormiré. Pero esta vez, no te soñaré.
Volveré y, allí, me quedaré.