Les petits mouchoirs

Ella siempre había sido una pequeña revolucionaria. Guardaba las entradas del cine, todas. Las coleccionaba en una cajita de madera que tenía en la cómoda de su habitación. Era una suerte de ritual, una manera de guardar recuerdos y dárselas de intelectual. Por supuesto, las películas no eran las más taquilleras. Solía visitar las salas de cine independiente más concurridas de Londres.

Era verano. Yo llevaba apenas dos días en aquella ciudad y ya estaba deseando irme. Ella le daba vueltas a su café, frío. Yo fingía escucharla con tanta atención que se me olvidaba contestar. En su lugar, la miraba. La contemplaba, más bien. Y pensaba. ¿Qué sería de nosotros? Ella seguía dándole vueltas a su café. El mío, americano, hacía más de diez minutos que ardía en mi interior. Casi de la misma manera que mis preocupaciones.

Nos acercamos a la barra a pagar y nos fuimos. Ella aún llevaba su café en aquel vaso de cartón azul. Caminamos. Yo seguía oyendo su voz en alguna parte del empedrado de la calle, teñido de un suave naranja por el sol del atardecer. No había ni una nube en el cielo. O quizá estuvieran todas justo encima de mí y no levanté demasiado la cabeza. Me suele pasar, soy un despistado.

Seguimos calle abajo, esquivando puestos de cinturones de falsa piel y postales. Pasamos por una librería muy bonita y me detuve. En el reflejo del escaparate vi que ella seguía caminando. Ah, sí, el café. Lo había terminado y se acercaba a la papelera. Entre sus gestos y el cristal pude leer alguno de los títulos. La mayoría eran libros descatalogados, antiguos y de segunda mano. Le habría gustado entrar, casi más que a mí, de no ser por el dichoso café. A decir verdad, a mí tampoco me apetecía demasiado entrar con ella. Igual por eso precisamente me paré. Qué más da.

Volví antes de que se diera la vuelta y continuamos nuestro camino. Allí estaba la sala. Me adelanté para comprar las entradas, le debía más de una. Déme dos para cualquier película en versión original subtitulada, pensé. Pero, por suerte, recordaba el nombre de la que ella quería ver. Extendí las entradas al portero, un tipo peculiar. Probablemente el establecimiento habría pertenecido a su abuelo y él se habría criado ahí, sin saber siquiera si alguna vez fue lo que quiso. Partió las entradas por una esquina y me las devolvió sin levantar la mirada ni dar otra calada al cigarro que sujetaba entre los labios. Por un segundo, creí compartir más de una inquietud con aquel hombre.

Llegamos a la sala 3 y yo le abrí la puerta. Ella me miró, sonrió y me dio un beso. Entró y yo la seguí, y dejé caer a nuestras espaldas la puerta y las entradas que acababa de comprar. Todo se hizo oscuro y aquellos pequeños pedacitos de papel rosa rugoso se perdieron. Aquellos no irían a parar a esa cajita de madera que ella tenía en la cómoda de su habitación. La película, sin embargo, no estuvo mal.

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