Perderemos incluso nuestra historia

Hay un momento en el que todo se ve claro. Hay un momento en el que nos damos cuenta de que hemos estado mirando en la dirección equivocada todo el tiempo. Lo malo es que ese momento suele llegar tarde. Suele llegar tan tarde que duele. Llega tan tarde que sólo trae vértigo e incertidumbre. Y es extraño porque nos hace sentir invencibles y totalmente vulnerables al mismo tiempo. Nos desnuda en todos los sentidos. Y nos arrepentimos. Nos arrepentimos de todo lo que no hicimos  antes y tememos que ya no haya posibilidad alguna de poder hacerlo. Porque en ese momento, todo lo que echamos de menos es lo único que queremos. Pero inevitablemente somos así de gilipollas y necesitamos perder las cosas para saber lo que queremos. Aunque algunos tienen la capacidad de engañarse para no sufrir la realidad. Es mejor creer que todo es como tiene que ser y que cada cosa está en su lugar que enfrentarse a lo que uno quiere. Lo he dicho mil veces y lo repetiré otras tantas: somos cobardes.

Pero hay un momento en el que dejamos de serlo. Hay un momento en el que ya no quedan mentiras ni callejones por los que escapar. Hay un momento en el que solo quedamos nosotros mismos con nuestros fantasmas, con nuestro pasado y con las cicatrices más profundas de nuestro corazón. Esas que preferimos enterrar porque curarlas era demasiado difícil. O valiente. Ese momento llega, ha llegado o llegará. Y, dolerá porque será tarde. Porque si no llega tarde todo seguirá igual. Seguiremos creyendo que tenemos todo el tiempo del mundo y que siempre podremos arreglar las cosas más adelante. Y no  podremos estar más equivocados. Nosotros no disponemos del tiempo. Nosotros disponemos de nuestros actos y de nuestras decisiones. De nuestras ganas. Y también disponemos de nuestras mentiras y nuestra cobardía. El problema de eso es que cuando llegue el día en que no haya vuelta atrás y hayamos perdido definitivamente todo lo que queríamos recuperar más adelante, dolerá demasiado como para soportarlo y perderemos también algo que ni siquiera nos pertenece, como el sentido de las cosas y nuestra historia.

(…)

Cuando llegue el día, probablemente no habrá tiempo ni para decir adiós. Así que, por favor, pensad bien a qué queréis dedicar el resto de vuestra vida y con quién queréis compartirlo todo. Luego será tarde.

 

Huyamos

Las ciudades ya no tienen vida. Hoy son un amasijo de hierro, piedras y cuerpos que vagan sin rumbo. Con la mirada perdida. Con la mirada vacía. Sólo son un montón de paradas de metro y de pasos de pies que se arrastran, destrozando los bajos de los pantalones contra el suelo. Alguien nos engañó a todos.

Alguien nos engañó para dejarnos arrollar por el torbellino de la rutina. Por la implacable prisa de la vida entre escombros que se mueven sobre raíles. Sobre los mismos raíles de todos los días. Algún hijo de puta creyó que la vida era demasiado larga y pensó que nuestra hora nos debería llegar antes. Algún grupo de cabrones hizo de nosotros cuerpos vacíos, muertos caminantes. Nos llenaron de frustraciones y miedos y nos drogaron para que riéramos de vez en cuando.

Las ciudades no tienen vida alguna. De hecho, la vida debería detenerse en el mismo segundo en el que mágicamente se alinea nuestra mente con el corazón y se reúne el valor necesario para mirar al cielo y suspirar que nos hemos encontrado. La vida debería transcurrir en ese puto segundo, en ese instante, para siempre. Porque no hay mayor sentido que ése.

Estamos a tiempo de vaciar las ciudades y llenar nuestras almas. Huyamos joder, huyamos.

Pudimos desnudarnos

Hacía mucho frío y yo acababa de llegar. Tú también, desde la otra punta. Arrastrabas una maleta y los nervios de la primera vez. Yo tiritaba, pero había cubierto mi boca con una bufanda. Giré la esquina y te vi. Caminabas deprisa. Tanto, que ni siquiera te atreviste a sonreírme hasta que levanté la mano. Nos paramos en seco, en mitad de aquella plaza llena de gente y luces. Llena de frío.

Aquellos fueron los dos besos más raros que recuerdo. Tenías la punta de la nariz congelada y yo no sabía dónde apoyar mis manos. ¿Qué tal? Muy bien. Todo muy bien. Todo menos nosotros, que mentíamos para mantener a salvo el orgullo.

Pude haberme ofrecido para llevarte la maleta, pero no lo hice. Te acompañé a aquella tienda de barrio, a dos calles de mi casa, para que comprases algo de cenar. Pude haberte ofrecido algo de lo que tenía en casa, pero no lo hice. Compraste cualquier cosa y bebida, mucha bebida. Pude haberte ofrecido subir a mi casa, bebernos todo lo que tenías en la bolsa y desnudarnos, pero no lo hice. Decidimos despedirnos de la forma más amarga posible. Nos dimos un beso entre los labios y la mejilla. Dimos media vuelta y seguimos nuestro camino. A los cinco minutos te estaba escribiendo. Y tú a mí.

Pasadas varias horas, una cena y una ducha, estábamos en mi casa bebiéndonos todo lo que llevabas en aquella bolsa, dando vueltas a los acordes más nostálgicos y desnudándonos. Nos mirábamos como si hubieran pasado meses sin hablarnos. Nos besábamos como si hubieran pasado años. Nos subimos uno encima del otro y nos apretamos tanto que ni siquiera cabía el sudor entre nosotros. Quise dejar las huellas de mis dedos en tus caderas. Tú me clavaste los dientes y te llevaste mis labios. Eché la cabeza hacia atrás y tú me imitaste. Te apreté más fuerte. Con las dos manos y con todo mi cuerpo. Dejaste escapar un suspiro. Uno fuerte.

No llegó a salir el sol cuando tú lo hacías de mi casa. Arrastrabas una maleta y los nervios de no volvernos a ver. Yo me quedé tu perfume y la resaca más larga de mi vida.

M

Qué lejos quedan las piedras frías de las calles, húmedas, resbaladizas, atentas, solitarias y vigilantes. Lejos de las persianas de los bares que nos encontraban. Lejos de las carreras a oscuras doblando esquinas y perdiendo la bufanda. Y sí, lejos también de las miradas que ocultaban más verdad de la que decían y de lo mágico de creer que los paréntesis podrían ser vida.

Ya no quedan manos en la cintura ni ganas de intentarlo. Ya no queda más que el eco de un hueco suspiro. La duda. El sueño.

Lo que creímos

¿Qué dirán de nosotros?

Seguramente dirán que lo teníamos todo. Y que fuimos imbéciles.

Seguramente, algunos dirán que crecimos de pequeños y que nos equivocamos miles de veces. Que fusilamos nuestras ganas. Que nos dejamos llevar por la madrugada y las noches sin dormir. Por las copas de más y las miradas borrosas. Por la esencia del nunca jamás y quizá sí para siempre. Por la ilusión desvanecida y el falso recuerdo de lo que pudimos ser.

Dirán también que fue mi culpa. Que te eché de mi casa y encerré tu esencia donde nunca nadie pudiera encontrarla. Ni siquiera yo. Dirán que nos despedimos y cerré la puerta. Dirán que te fuiste. Dirán que te fuiste de verdad. Y no mentirán.

Mentiremos nosotros en cada descuido y cada frase inesperada. Cada vez que olvidemos que el rencor pudo con todo y el orgullo fue más fuerte que mi portazo, si es que hubo. Mentiremos como sólo nosotros sabemos hacer. Nos amaremos como sólo nosotros sabemos hacer. En silencio, de manera intermitente y de lejos. En un constante y peligroso equilibrio. En mitad de la locura y los días grises. En la vaga sensación de aquellos besos lentos. En mis manos. En tus caderas. Y en todo eso que nos dejamos a medias como la noche que nunca cerramos porque amanecimos despiertos.

Trescientos siete

Algunos, casi todos, pensarán que estoy loco. Y probablemente lo esté. Más bien quizá lo sea. Puede, también, que haya perdido la cabeza, el juicio, la razón. Aunque yo de esto pienso que la razón la perdimos todos hace tiempo. Concretamente, el día que creímos que escucharnos no serviría para nada. El mismo que comenzamos a engrasar una máquina que no haría sino convertirnos en miserables. Hoy no tengo recuerdos de nada. Hoy no traigo historias de nunca jamás ni de siempre. Hoy estoy enfadado con el mundo. Y no con el mundo en sí, sino con las personas, todas, las que hemos hecho del mundo una mierda y de la vida un sinsentido. Malditos cobardes hijos de puta.

Nunca habrá nada más real que lo que os salga de las entrañas y os queme el corazón. Nada.

Pero, eh, no me hagáis ni puto caso. No os lo hacéis ni a vosotros mismos. Qué se puede esperar.

Os diré lo que se puede esperar:

Se puede esperar a la muerte. Se puede esperar a morir vacíos. Se puede esperar a tirarlo todo por la borda. Y cuando digo todo, me refiero a lo que tiene sentido, no a lo que tenemos. Lo que tenemos, en esencia, no tiene sentido, más allá de la contaminación de unos valores y un sistema podrido de mentiras. Miserables nosotros por creer y hacer crecer esta mierda que nos vacía hasta dejarnos sin aliento, sin vida. Sin verdad. Malditos miserables, digo. Me digo.

Abrid los ojos, joder. Abridlos si aún os queda algo de valor ahí dentro.

Insisto: 

Ahí dentro.

Echando de menos el mar. Y conducir.

¡Qué jodido es vivir!
Y parecía fácil.
Y lo sería,
de no ser porque,
aunque no lo creamos,
caminamos siempre perdidos.

Dejar que te mate lo que amas
no es ninguna locura.
La locura es,
precisamente,
morir a manos de lo que más odias.
O morir sin darte cuenta,
que viene a ser lo mismo.

Cobardes.

Perseguid eso que el dinero jamás os podrá dar.
Aunque muráis en el intento.

A quién pretendo engañar…
Cobarde. Echo de menos el mar.
Y conducir.
Y aquí estoy,
reencontrándome en el silencio de muchos paseos largos
y el insomnio de un incómodo sofá.

Echándote de menos.

Quizá no te quería tanto

Joder, ¡no todo iba a ser un maldito cuento de hadas! Está claro que algún día la magia iba a desaparecer. Esto tenía que explotar por algún lado. Vamos, hombre, ¡no cabe tanto semen en un condón!

Nos llevábamos bien. Habíamos llegado incluso a querernos más allá de lo previsto y lo esperado, y en la cama nos entendíamos, sudábamos y nos veíamos las caras de estar en otro mundo. Pero, por encima de todo eso, habíamos logrado crear una conexión sobrenatural entre nosotros. A veces te daba miedo escucharme hablar y sentir que te conocía mejor que tú.

Era demasiado intenso todo. Del mismo modo en que sólo con tocarte podría haberme corrido más de una vez, cuando se trataba de discutir, queríamos matarnos. Rompíamos todo lanzando palabras que dolían más que cualquier cenicero de cristal en la cabeza, que cualquier patada en la boca del estómago, que cualquier bala atravesando un corazón. Era horrible. Pero luego volvíamos a la cama y lo olvidábamos todo. Llenábamos la habitación de vaho y escribíamos en los cristales mensajes que leeríamos cuando se nos secase el sudor. Los te quieros se quedaban cortos y el te amo era demasiado abstracto y poco práctico.

Era demasiado intenso todo. Era insostenible.

Después de escribirnos más historias en la piel de las que jamás podremos recordar, llegamos al punto final de la nuestra. Un punto desgastado que no supimos ubicar y que dejamos de forma cobarde a merced de las circunstancias. Le dejamos al destino que ninguno conocía la máquina de escribir de todas aquellas noches. Cobardes, ambos. Aunque tú un poquito más.

Pero incluso el destino, que presumía de eterna paciencia, se cansó de vernos jugar siempre a lo mismo y arrancó todas las hojas de papel en blanco que quedaban por delante. Me las dio y me dijo «haz lo que quieras con esto». Yo las miré. Te miré. Y las volví a mirar. Te miré de nuevo. Llorabas. Y las tiré.

Las tiré porque me daba igual. Las tiré porque estaba harto de toda esa mierda de juegos y porque me había cansado de escribir. Y de sentir. Me había cansado de sentir hasta tal punto que lo había olvidado. Había olvidado que me había cansado. Lo había olvidado todo. Y parece que después de todo, quizá no te quería tanto.

No lo hagas, ahora no

Recuerdo el día en que por fin lo tenías claro. Y también recuerdo que llegaste tarde.

Me bajé del tren con esa mochila que me acompañaba a casi todas partes y cuyo lazo de viajero estaba descolorido pero se mantenía fuerte. No como mi estómago, que estaba hecho trizas por la cantidad de veces que tuvo que digerir mis pensamientos por el camino. Te recordaba indigesta, pero no tanto. Y no siempre.

Seguí las indicaciones hacia el metro con los auriculares metidos a presión en mis oídos, de tal modo que ya se me hacía imposible escucharme. No me soportaba más. Se había hecho algo tarde pero aún me esperabas para comer. Imaginaba esa comida tan incómoda que recé por perderme entre las cuadradas líneas del metro de la ciudad. Desafortunadamente, me sabía el camino de memoria y mis pies parecían los de otro que tuviera incluso ganas de abrazarte. Nunca me puse de acuerdo en nada.

Y allí estabas, de pie, en forma de silueta gris de ciudad, a contraluz, esperándome. Maldita sea, ¿por qué tenías que sonreír? No me abraces, no lo hagas, ahora no. No sé qué me pasa; es sólo que… no sé. Vamos a comer algo, donde sea.

No me gusta cómo eres. Ni siquiera me conoces ya. O a lo mejor sólo estoy cabreado y me apetece joderte más con cada comentario. Yo qué sé. Pero lo cierto es que las palabras me salen solas y ni un solo gesto de cariño. De cariño melancólico tal vez, pero de hoy nada. Tal como imaginé: la comida estaba resultando horrible. Tus ojos estaban a punto de desplomarse sobre tus labios si hubiera seguido hablando. Y lo cierto es que cada palabra me hacía casi el mismo daño a mí que a ti. Era una conversación de locos,  un reencuentro a destiempo. Un recuerdo del amor desmedido mal medido y fuera de lugar. Y le sobraba corazón por todas partes.

Estaba escrito en algún lugar que esa noche dormiría contigo. Pero deshice todas las promesas con mi ausencia. Maté toda posibilidad de volver a quererte con frases de cuando no me querías. O de cuando me querías solo a ratos. Frases de cuando no mirabas. Frases de cuando te acostabas con otro.

 

Maté toda posibilidad de volver a quererte del mismo modo en que tú mataste todo lo demás: vacío, gris, como si jamás te hubiera conocido. Como si supiera que jamás llegaría tarde porque esto sería para siempre.